Sinopsis:
"De dioses y hombres". En 1996 en la Abadía de Nôtre-Dame de l’Atlas, Tibhirine, situado en las montañas del Magreb (Argelia), ocho monjes cirtenciense vivían en perfecta armonía con la población musulmana del entorno. Algunos de ellos han aprendido a escribir en árabe, oran, trabajan el campo, atienden en el dispensario a los enfermos, conocen el Corán, participan de las fiestas locales y, en el valle, se permutan el sonido tintineante desde el campanario para los diferentes horarios que rigen en el cenobio con la voz del muecín desde el minarete llamando a la oración.
En ese ambiente se produce la irrupción de un grupo de fundamentalistas islámicos que acaban con la vida de los extranjeros que trabajaban en unas obras de construcción y la amenaza se extiende por toda la región, incluyendo el Monasterio. El ejército advierte seriamente a los monjes y los invita a marcharse; el Prior se niega. Una noche de navidad un grupo armado de extremistas islámicos llegan al monasterios pidiendo un médico o medicinas, el Prior, después de indicarles que allí no pueden entrar armas les hace ver que lo que piden no es posible. Pasado unos días atenderán en el dispensario a un terrorista herido de bala. Más tarde se enfrentarán también al ejército argelino quien los acusa de connivencia con el grupo violento.
Se inicia así un período de debates y discernimiento sobre qué es lo que la comunidad religiosa debe hacer. Cada monje se ha de enfrentar a los motivos que le llevaron a estar allí, a las opciones que tomaron y, en definitiva, a la razón de ser de su vocación. Pero han de enfrentarse también, y sobre todo, al miedo que paraliza y rompe la paz en la que, hasta ese momento, habían vivido. Después de haber optado por quedarse, finalmente, siete de los monjes son secuestrados y asesinados.
El prior trapense, el padre Christian de Chergé, dejó una carta con su testamento:
«Si un día me aconteciera --y podría ser hoy-- ser víctima del terrorismo que actualmente parece querer alcanzar a todos los extranjeros que viven en Argelia, quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordaran que mi vida ha sido donada a Dios y a este país. Que aceptaran que el único Señor de todas las vidas no podría permanecer ajeno a esta muerte brutal. Que rezaran por mí: ¿cómo ser digno de semejante ofrenda? Que supieran asociar esta muerte a muchas otras, igualmente violentas, abandonadas a la indiferencia y el anonimato. Mi vida no vale más que otra. Tampoco vale menos. De todos modos, no tengo la inocencia de la infancia. He vivido lo suficiente como para saber que soy cómplice del mal que ¡desgraciadamente! parece prevalecer en el mundo y también del que podría golpearme a ciegas. Al llegar el momento, querría poder tener ese instante de lucidez que me permita pedir perdón a Dios y a mis hermanos en la humanidad, perdonando al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiere golpeado. No podría desear una muerte semejante. Me parece importante declararlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme del hecho de que este pueblo que amo fuera acusado indiscriminadamente de mi asesinato. Sería un precio demasiado alto para la que, quizá, sería llamada la gracia del martirio, que se debiera a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si dice que actúa por fidelidad a lo que supone que es el islam. Sé de cuánto desprecio han podido ser tachados los argelinos en su conjunto y conozco también qué caricaturas del islam promueve cierto islamismo. Es demasiado fácil poner en paz la conciencia identificando esta vía religiosa con los integralismos de sus extremismos. Argelia y el islam, para mí, son otra cosa, son un cuerpo y un alma. Me parece haberlo proclamado bastante sobre la base de lo que he visto y aprendido por experiencia, volviendo a encontrar tan a menudo ese hilo conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primera Iglesia inicial, justamente en Argelia, y ya entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes. Evidentemente, mi muerte parecerá darles razón a quienes me han tratado sin reflexionar como ingenuo o idealista: ¡Que diga ahora lo que piensa! Pero estas personas deben saber que, por fin, quedará satisfecha la curiosidad que más me atormenta. Si Dios quiere podré, pues, sumergir mi mirada en la del Padre para contemplar junto con Él a sus hijos del islam, así como Él los ve, iluminados todos por la gloria de Cristo, fruto de su Pasión, colmados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias. De esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios porque parece haberla querido por entero para esta alegría, por encima de todo y a pesar de todo. En este “gracias”, en el que ya está dicho todo de mi vida, os incluyo a vosotros, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, amigos de aquí, junto con mi madre y mi padre, mis hermanas y mis hermanos y a ellos, ¡céntuplo regalado como había sido prometido! Y a ti también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estés haciendo, sí, porque también por ti quiero decir este “gracias” y este a-Dios en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea dado volvernos a encontrar, ladrones colmados de gozo, en el paraíso, si así le place a Dios, Padre nuestro, Padre de ambos. Amén. Inchalá»
El prior trapense, el padre Christian de Chergé, dejó una carta con su testamento:
«Si un día me aconteciera --y podría ser hoy-- ser víctima del terrorismo que actualmente parece querer alcanzar a todos los extranjeros que viven en Argelia, quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordaran que mi vida ha sido donada a Dios y a este país. Que aceptaran que el único Señor de todas las vidas no podría permanecer ajeno a esta muerte brutal. Que rezaran por mí: ¿cómo ser digno de semejante ofrenda? Que supieran asociar esta muerte a muchas otras, igualmente violentas, abandonadas a la indiferencia y el anonimato. Mi vida no vale más que otra. Tampoco vale menos. De todos modos, no tengo la inocencia de la infancia. He vivido lo suficiente como para saber que soy cómplice del mal que ¡desgraciadamente! parece prevalecer en el mundo y también del que podría golpearme a ciegas. Al llegar el momento, querría poder tener ese instante de lucidez que me permita pedir perdón a Dios y a mis hermanos en la humanidad, perdonando al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiere golpeado. No podría desear una muerte semejante. Me parece importante declararlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme del hecho de que este pueblo que amo fuera acusado indiscriminadamente de mi asesinato. Sería un precio demasiado alto para la que, quizá, sería llamada la gracia del martirio, que se debiera a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si dice que actúa por fidelidad a lo que supone que es el islam. Sé de cuánto desprecio han podido ser tachados los argelinos en su conjunto y conozco también qué caricaturas del islam promueve cierto islamismo. Es demasiado fácil poner en paz la conciencia identificando esta vía religiosa con los integralismos de sus extremismos. Argelia y el islam, para mí, son otra cosa, son un cuerpo y un alma. Me parece haberlo proclamado bastante sobre la base de lo que he visto y aprendido por experiencia, volviendo a encontrar tan a menudo ese hilo conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primera Iglesia inicial, justamente en Argelia, y ya entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes. Evidentemente, mi muerte parecerá darles razón a quienes me han tratado sin reflexionar como ingenuo o idealista: ¡Que diga ahora lo que piensa! Pero estas personas deben saber que, por fin, quedará satisfecha la curiosidad que más me atormenta. Si Dios quiere podré, pues, sumergir mi mirada en la del Padre para contemplar junto con Él a sus hijos del islam, así como Él los ve, iluminados todos por la gloria de Cristo, fruto de su Pasión, colmados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias. De esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios porque parece haberla querido por entero para esta alegría, por encima de todo y a pesar de todo. En este “gracias”, en el que ya está dicho todo de mi vida, os incluyo a vosotros, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, amigos de aquí, junto con mi madre y mi padre, mis hermanas y mis hermanos y a ellos, ¡céntuplo regalado como había sido prometido! Y a ti también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estés haciendo, sí, porque también por ti quiero decir este “gracias” y este a-Dios en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea dado volvernos a encontrar, ladrones colmados de gozo, en el paraíso, si así le place a Dios, Padre nuestro, Padre de ambos. Amén. Inchalá»
Mi comentario:
Aunque en este blog te hablo de libros, voy a hacer una excepción con esta película que, de todas formas, habla del libro de la vida. Iré sin rodeos: excelente película, excelente fotografía, excelente música, excelente ritmo y excelente, aunque quizá no sea el término más adecuado, reflexión.
Sea lo primero sincerarme: durante muchísimo tiempo, hasta hace poco que ya no se puede, he compartido una vez al año y por unos días la vida de los monjes en el Monasterio Jerónimo de Yuste. Son momentos de oración y reflexión que en el entorno del Valle del Jerte, adquieren una profundidad que te deja el espíritu planchadito y sin una arruga. En ese sentido la película también ha tenido un sabor especial para mí, podía identificarme con todas las escenas que representaban el día a día de la vida monacal. La oración en la penumbra al amanecer, en una capilla pequeña sólo iluminada por la luz de las velas; el sonido de las campanas al viento marcando el final de una tarea y el comienzo de otra; el trabajo en el campo viéndolos arar y sembrar; el refectorio mientras escuchas al hermano monje leer un artículo o una reflexión sobre algún tema de actualidad; la cocina, con su olor peculiar y el traqueteo de fregar los platos, iluminada con la luz natural que entra a raudales por las ventanas, a través de las cuales, puedes contemplar la montaña imponente y, al final, de nuevo en la penumbra de las velas al anochecer, la última oración del día antes del descanso.
Bueno, después de esta digresión personal, vuelvo a la peli. Con
la cadencia sosegada de la vida monacal, se nos va presentando la forma de
vida de un grupo de religiosos que, lejos de estar encerrados entre los
muros de la abadía, viven inmersos en las preocupaciones cotidianas de
los habitantes de su entorno. Esta situación se rompe con la llegada de la violencia extremista a la zona que perturba por igual a monjes y vecinos. Comienza ahí la trama central y el espectador asiste, implicado, a la angustia y el temor que una situación de amenaza real de muerte provoca. Sería muy extenso hablar de todos los matices en las distintas reacciones que se producen; pero el director, con la música, los cortos diálogos y la fotografía, lo muestra de manera magistral. Hay un monje que lo pasa especialmente mal y con el que me identifiqué -sin saber cómo reaccionaría yo en una situación como esa-, pero creo que podría pasarme algo similar a lo que le sucedió a este hombre que se ve sacudido por el miedo, cuestiona sus motivos, pierde la serenidad y sólo una reflexión sobre el Amor que el Prior le hace, consigue despejar sus dudas y seguir adelante.
Una brisa de aire fresco, una reflexión noviolenta sobre el hecho religioso y un reencuentro con la esencia de la fe es lo que esta película ha supuesto para mí. Hecha con exquisita delicadeza es un filme que merece la pena, seas o no creyente.
Una brisa de aire fresco, una reflexión noviolenta sobre el hecho religioso y un reencuentro con la esencia de la fe es lo que esta película ha supuesto para mí. Hecha con exquisita delicadeza es un filme que merece la pena, seas o no creyente.
Para finalizar este comentario, de los más extensos que haré en este blog, es el caso que, y esto ya no aparece en la película, se supone que habían sido degollados, pero sólo se repatriaron las cabezas no sus cuerpos, lo que levantó las sospechas de los familiares y de la propia Orden del Cister. Aún está por aclararse si los asesinos fueron los islamistas o el ejército argelino para justificar su acción contra el grupo extremista GIA.
Pues no la he visto y parece interesante. A ver si encuentro un poco de tiempo este fin de semana. Con ésta ya son tres las películas que tengo pendientes.
ResponderEliminarWatson pues creo que no te aburrirás, que tengas un buen y cinéfilo fin de semana.
ResponderEliminarUn saludo.
Por lo que cuentas, creo que me va a gustar. La buscaré :D
ResponderEliminarUn abrazo blogguero
Icíar ya me contarás, si no te gusta te devuelvo el dinero :D
ResponderEliminarUn besote.
He visto la película dos veces: una en el cine y otra en DVD. Y, francamente, en las dos ocasiones atrapó mi atención desde el principio hasta el final. Los monjes se muestran absolutamente humanos. El entorno, un pueblo beréber en el que aquéllos se han integrado totalmente (preciosas imágenes las de la venta de miel en el mercado y la de la fiesta de lacircunsición). La fotografía, excelente. El ritmo, igual. Las interpretaciones, estupendas. Todo muy creíble. Y, de fondo, las razones religiosas, es decir, unos cristianos que quieren dar testimonio de su fe siguiendo los pasos de Jesús de Nazaret hasta el final de sus vidas. Para mí, una gran película. La recomiendo de verdad.
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